LA MEXICA - Autor: Mario Guevara Paredes
La mexica
Pensemos en una historia de amor. ¿Y por qué no de
desamor? Pero, no nos compliquemos la vida. Será
una historia de amor y desamor.
Ahora
hablemos de los personajes. Llamemos W a la mujer. Diremos
que ella reside en Ciudad de México, en la Colonia Condesa, y que es psicóloga
de profesión. ¿Y qué indicaremos de él? Lo llamaremos Z. No tiene trabajo
conocido, aunque señalaremos que es poeta. Sin embargo, él no vive en la metrópoli
azteca sino a miles de kilómetros de ésta. El país es Perú, y la ciudad no
podría ser otra que Cusco, capital del otrora Imperio del Tawantinsuyo.
Digamos
que ellos no se conocen, aunque bien podrían haberse conocido, pues previamente
hicimos que ella visitara el Perú. La idea de viajar al país de los incas nació
una mañana calurosa en el aeropuerto Benito Juárez, cuando ella se aprestaba para
volar a París. La Ciudad Luz es propicia para todo tipo de encuentros amorosos.
Sino que nos lo digan Marlon Brando y María Schneider, quienes protagonizaron “El
último tango en París”; película pasional, irreverente, en la que vimos a un
experimentado Brando, quien enamora a una cuasi adolescente Schneider
llevándola "per angostam viam”,
a decir del cubano José Lezama Lima. Bueno, nuestra historia va por otro
camino, usted me entiende. Como decíamos, W aterriza en Lima en pleno invierno,
y como la Ciudad de los Reyes no le gusta porque tiene un cielo gris ceniciento,
la ciudad más triste a decir de Herman Melville en el siglo XIX, decide visitar
el “Ombligo del Mundo”, el Cusco, donde reside Z; mas no se encuentran. Cosas
del destino. ¿Cree en el destino? Yo, sí.
Entretanto, hablemos de Z. Indicaremos que se la pasa escribiendo, tratando de
encontrar el verso perfecto. Otras veces bebe como desesperado, mientras
escucha a Leonard Cohen. Intenta emular la maldita embriaguez de sus maestros: Arthur
Rimbaud, Dylan Thomas, Charles Bukowski. Sabe que lo mejor es vivir
intensamente, luego sentarse a escribir y contar esas etílicas y sicalípticas
experiencias. Entonces, como dijimos antes, no se encuentran. Pero bien pudieron
haberse topado en algún cafetín, plazoleta o taberna de la Ciudad Imperial. ¿Y
por qué no en algún pub del Centro Histórico,
donde vemos a una eufórica W cimbrearse en la pista de baile con “Los caminos
de la vida” de Vicentico, después de beber unas copas de pisco sour? Tal vez en
ese momento se cruzaron la mirada o, quién sabe, no se vieron nunca. Él frecuenta
esos lugares y, a veces, sentado en la barra del local, observa a la jauría de
gringos y gringas que se divierten en la pista de baile al son de un ritmo
latino. Ahora bien, no nos olvidemos que ella es una mexicana bien despachada, como
que todas las mexicanas lo son, sin olvidarnos de las peruanas que son tan
igual de bonitas. Aunque, por la ropa que lleva, podría parecer una mochilera
más, como esas gringas pobrísimas que vienen a vacilarse y drogarse al país de
los incas.
Ahora
podemos percibirla en las alturas de Machupicchu, mirando extasiada la
monumental ciudadela que se erige en la cúspide de una montaña. Piensa, mientras
lee un manual de arqueología Inca: ¿Qué se hicieron de aquellos hombres que la
construyeron? ¿Qué sino maldito se los llevó? No encuentra respuesta en el libro.
Más tarde, la vemos sentada en una banca de la Plaza de Armas de Cusco, rodeada
de palomas andariegas y vendedores ambulantes de artesanía.
Contempla, deslumbrada, la
imponente Catedral, una mezcla de estilos arquitectónicos en la que resalta el
barroco colonial americano. Fue edificada sobre los cimientos del palacio del
Inca Wiracocha, gracias al trabajo, la sangre y el sudor de cientos de nativos
oprimidos.
Después,
la vemos caminando despreocupada por la calle Procuradores, mientras Z sale de
un bar. Están a pocos metros de encontrarse, pero él no la ve, ya que está
distraído observando las pronunciadas caderas de una nórdica. ¿Será nórdica?
Tal vez italiana, alemana o inglesa. ¿Usted qué dice?
Ahora dejemos que nos cuente el
señor escritor, quien nos acompañó desde el inicio de esta aventura.
—Pues
no se encontraron, y cada uno siguió su camino con rumbo desconocido. Bueno,
será para otra ocasión.
—No,
¡nada de “será para otra ocasión”! Ellos tienen que encontrarse y empezar a
conocerse. Si no lo hacen, ¿cómo vamos a construir una historia de amor y
desamor?
La
verdad es que ella regresó de manera repentina a su país. Se asegura, aunque
sin confirmarse, que le ofrecieron trabajar en una agencia de modelaje en la
Ciudad de México. ¿Será cierto o tan solo una mentira? Habrá que indagar esa
noticia en el país azteca.
Entonces,
lo único que nos queda es que ellos se encuentren en Ciudad de México. Pero, ¿Cómo
llegará nuestro poeta al país de la Malinche? Porque la ficción es una cosa y
la realidad otra; y ésta es una historia real, mejor dicho de realismo mágico,
real mágico maravilloso, realismo mágico absurdo; sea como sea, ellos tienen
que encontrarse, de todas maneras.
No obstante, pensemos en cómo Z podría llegar
a México. La única idea que se nos ocurre es que sea invitado a un congreso
internacional de escritores, aunque nuestro poeta nunca haya salido del país,
pues jamás tuvo dinero suficiente para realizar ese tipo de viajes. Pero, como
por arte de magia, la invitación le llega a casa, con pasaje de ida y vuelta
incluido. Además, contra todo pronóstico, también recibe una bolsa de viaje,
algo que ni siquiera se otorga a los más consagrados. Para nosotros, Z es más que
consagrado, aunque no importe si publicó poemario alguno.
Con
los pasajes en mano, en el aeropuerto Jorge Chávez de la ciudad Lima, vemos a Z
embarcarse en un vuelo de Aeroméxico rumbo al país de Emiliano Zapata Salazar,
el famoso revolucionario agrarista asesinado en 1919 por órdenes de Venustiano
Carranza. El viaje dura varias horas, durante las cuales nuestro personaje, en
primera clase, consume varios whiskys de cortesía. ¿Viaja en primera
clase? Por supuesto que viaja en primera clase, ¿acaso se imagina que un poeta
viajaría en segunda o tercera clase. Finalmente, Z llega al aeropuerto Benito
Juárez, donde deberían esperarle los coordinadores del evento. Aunque parece que
nadie lo espera. ¿Usted qué piensa?
En Ciudad de México, en el Centro Histórico, observamos a Z descansando en
el confortable Majestic, un hotel cuya terraza afrancesada ofrece una vista del
mismísimo Zócalo, donde se encuentran la Catedral Metropolitana, el Templo
Mayor Azteca, el Palacio Nacional y todo lo que rodea a la famosa plaza. Tras un
almuerzo frugal y una siesta placentera, vemos a nuestro personaje salir del
Majestic y dirigirse por la avenida Francisco Madero hacia Bellas Artes. Se
informa que en ese palacio de arquitectura francesa, construido por el dictador
Porfirio Díaz, se exhiben las obras de Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José
Clemente Orozco y otros notables pintores mexicanos.
Bueno, me olvidaba, ¿Qué más conocemos
de W? Según nuestros informantes —nosotros mismos— sabemos que es psicóloga.
Esta profesión se la otorgamos porque es estudiosa del comportamiento humano, aunque,
sobre todas las cosas, es amante de la literatura. Y le gusta frecuentar las ferias
de libros, y mucho mejor si es en el Centro Histórico. Ahora la vemos caminando
por la avenida Francisco Madero en dirección al Zócalo, donde, casualmente, Z
también transita por la misma acera en sentido contrario. Sin embargo, no se observan.
Algo no encaja bien en la historia porque deberían verse, pero ambos se cruzan
sin notarse el uno al otro. No importa. Tarde o temprano tienen que
encontrarse; de lo contrario, ¿para qué serviría esta historia?
Entretanto,
sigamos conociendo a W. Indiquemos que es divorciada, así la historia resulta
más interesante. Aunque, ¿no es un poco joven para haberlo hecho? ¿Acaso solo
las mujeres mayores se divorcian? Las jóvenes también lo hacen. Ella se desposó
con un inglés que conoció en un tour
por Monte Albán, en Oaxaca. Él trabajaba como consultor de una organización no
gubernamental, de esas que abundan en Perú, que malversan el dinero de los
fondos financieros mientras aseguran estar ayudando a los más pobres. El británico
era más flemático que el mismísimo príncipe Carlos y, en absoluto, se preocupa por
ella.
—Amorcito,
me voy a una fiesta.
—Anda,
querida, diviértete.
El
inglés ni por asomo la acompañaba.
—Cariño, me voy de viaje a Guadalajara.
—Viaja,
mi amor, y no te olvides los pasajes.
Ella,
mexicana hasta el tuétano, deseaba que el marido la celara; las mexicanas también
son machistas. ¿Usted qué opina?
Me
olvidaba, ellos se casaron pomposamente. La boda fue en el palacio que Hernán
Cortés mandó a construir en Cuernavaca. Sin embargo, cuando ella viaja a la
ciudad donde Malcom Lowry escribió “Bajo
el volcán”, derrama lágrimas por doquier. Siempre recuerda con nostalgia lo
espectacular que fue la boda, celebrada a medianoche, rodeada de velas en uno
de los salones del palacio. Al año de casados, la historia de amor se fue al
diablo, porque ella no soportó la indiferencia y el desamor del flemático
anglosajón.
Ahora sigamos hablando de Z. Digamos que su vida está a punto de
revelarse. Él también estuvo casado, o mejor dicho, divorciado, lo cual es
importante para la historia. Pero, ¿con quién estuvo casado? Según nuestros
informantes, con una actriz de teatro que dejó al marido, amante y otros
conocidos. La actriz era una joyita, una gema, un brillante; era un diamante en
bruto. Pero ella no lo sabía, y llegó a interpretar varios personajes
en el escenario. Pues bien, la relación terminó de la peor manera, con bronca y
mucho alcohol. La muy jodida se fue con un mimo, que la engatusó con sus modales
refinados y su silenciosa expresión; los mimos no hablan, pero dicen muchas
cosas.
Parece que nuestra historia se
nos está escapando de las manos.
Porque, al final, lo que importa
no es quiénes fueron, sino quiénes son y qué serán: dos amantes en busca de
amor, según nuestro libreto. ¿Tenemos libreto? Me parece que no, porque esta
historia es de ficción, por supuesto. Después de todo, ¿acaso las grandes
historias de amor no son de ficción? Tenemos que definir las secuencias, porque
si no, perderemos el control de este melodrama y no queremos que eso ocurra.
Entonces,
estamos donde empezamos, mejor dicho, en Ciudad de México, y los amantes aún no
se encuentran. Y nosotros, ¿qué hacemos? Pues hagamos que tropiecen. La cosa no
es sencilla, porque la ciudad es tan extensa; no en vano, es la más poblada de América
Latina. Busquemos un lugar en el Metro donde se encuentren. Encontrarse en ese
tren subterráneo, con tanta muchedumbre, sería sorprendente, pero no es lo
ideal. ¿Por qué no coinciden subiendo las escalinatas que conducen al Templo
del Sol, en Teotihuacán?
El escenario y la ocasión son
perfectos para un encuentro romántico. Solo hay un problema: W sufre de miedo a
las alturas.
Bueno, si no se encuentran en las alturas, tendrán
que toparse en el llano. ¿Dónde? En la urbe, por supuesto. Puede ser en cualquier
plaza de Tenochtitlan, la antigua ciudad de Moctezuma, quien murió por una certera
pedrada lanzada por un furioso súbdito, porque pensaba que se entregaba a las huestes
de Hernán Cortés. Claro que lo valiente no quita lo Moctezuma, por lo que murió
el amado y defenestrado emperador.
¿Y dónde está nuestro escritor, el que debería estar contando la
historia? Las malas lenguas dicen que está bebiendo tequila en el “Tequendama”,
en la Plaza Garibaldi, con una zacateca que conoció en Cusco años atrás. ¿Quién
carajo le dio permiso para divertirse mientras nosotros estamos tras los pasos de los amantes? ¡Busquen a ese irresponsable!
Si no aparece, lo despedimos de nuestra historia. Pero… ¿Si estoy aquí, y
ustedes no se percataron de mi presencia?
Finalmente,
hoy sí se encontrarán. Observamos a W caminando por la Avenida Insurgentes,
mientras Z se aproxima por la misma vía al volante de un BMW plateado del año.
De pronto, el vehículo se detiene y ella sube rápidamente. ¿Qué está pasando
con la historia? W no debería subirse a un automóvil, pues eso no está en el
libreto. El chofer, o mejor dicho, el conductor, es nada menos que nuestro
querido poeta. Bueno, así la historia cambia. ¿Usted qué piensa?
Dentro del auto, Z observa a W a través del retrovisor. La ve más bonita
que la última vez. En realidad, la mexicana es guapa de verdad. ¿No será acaso la
reencarnación de Pina Pellicer?, se pregunta el señor escritor. ¿Qué Pina ni
qué Pellicer? Entonces, debe ser la reencarnación de Salma Hayek, la mujer más encantadora
y seductora del país azteca. ¿Por qué W tendría que ser la reencarnación de la Hayek
si aún no ha subido a los cielos mexicanos? ¡Dejen de joder! Ella no es la reencarnación
de nadie, y punto. Ahora, díganme, ¿qué hace Z además de mirar embobado por el
retrovisor a W? Que empiece pronto el diálogo. Usted, señor escritor, use sus
artimañas para que la conversación comience.
—Eso
intento, pero a veces el silencio también es amor.
Bueno,
ya se encontraron. Sigamos con la historia.
—No
podemos continuar porque se marcharon.
—¿Cómo
que se marcharon? ¿Qué hizo usted, cambió el libreto?
—No
hice nada. Solo dijeron ciertas cosas y se alejaron. —¿Y usted no hizo nada
para evitar que se largaran?
—No
pude hacer nada, estaban decididos a marcharse.
—Entendemos
que Z se fue con W en el BMW, pero tienen que volver para que nuestra historia
continúe.
—Le informo que la pareja, antes de irse, expresó que se cansó de su
puta historia. Además, señaló que usted es una reverenda estafa; intentó manipular
sus vidas como si fuera un dios redivivo, sabiendo que esos dioses no existen,
y dejaron claro que
usted desaparezca definitivamente de sus existencias.
—Entonces,
¿así me agradecen estos hijos de la chingada el haberlos creado y llevado a
tierras mexicanas? ¡Y para colmo me dicen que soy una estafa! Están bien,
cabrones. Tráiganme a esos infelices, porque yo los creé. Pues si me da la
putísima gana, los desaparezco.
—Acabo
de hablar con ellos y no quieren ningún tipo de arreglo, y mucho menos con un
presuntuoso impostor. Además, dijeron que antes de que usted entrara en sus
vidas, ya se conocían.
—¿Cómo que se conocían?
—Así es. Cuando caminaban por la calle Procuradores, ya se visitaban, y
usted ni por asomo se dio cuenta. De hecho, habían tenido varias noches de amor
en un hostal del viejo barrio de San Blas.
—¿Cómo? ¿Estos cretinos engañaron a su creador? —Así es. Lo embromaron, es la purísima verdad.
—¿Verdad? ¿Me toman por imbécil? Ellos no pueden marcharse, porque soy su
creador. A mí me deben su existencia.
—No,
señor. Dijeron que no le deben nada y, más aún, afirmaron que fueron ellos
quienes lo crearon a usted.
—¿Qué me crearon a mí? ¡Están bien cabrones! ¡Crearme a mí! Pues,
entonces, los desaparezco; no existen, y que se vaya al carajo esta historia de
amor y desamor.
Comentarios
Publicar un comentario