EL ARTE DE NO GOBERNAR: reflexiones sobre la disfunción del poder en el Perú


 El arte de no gobernar: reflexiones sobre la disfunción del poder en el Perú

Por Vidal Pino Zambrano

Se plantea una reflexión sobre la persistencia de élites políticas disfuncionales en democracias formales, tomando el caso peruano como ejemplo de un problema con alcance global. Más allá de las ideologías, se identifican fallas estructurales en los mecanismos de acceso y reproducción del poder, que permiten la llegada recurrente de figuras improvisadas o cínicas a cargos clave. El análisis se organiza en tres partes: una revisión teórica y ética, un diagnóstico del comportamiento político reciente en el Perú, y una reflexión crítica con miras a las elecciones de 2026.

1. Reflexiones teóricas y éticas

La política no ocurre en el vacío ni puede entenderse sin mirar las condiciones que la rodean. Factores como el sesgo de los medios, la debilidad de la experiencia democrática o la creciente mercantilización de instituciones —incluido el propio Estado— son claves para entender por qué la representación política se ha ido deteriorando. El caso peruano, aunque extremo en algunos aspectos, no es una excepción ni una rareza: refleja con nitidez muchas de las tendencias globales actuales, donde la política se ha visto deformada por el cortoplacismo, la pérdida de sentido institucional y la corrupción. Todo esto no solo afecta el funcionamiento del sistema democrático, sino también su credibilidad y legitimidad.

Desde el plano teórico, este diagnóstico ha sido anticipado y analizado por diversos pensadores cuyas advertencias mantienen una notable vigencia. Friedrich Hayek, en Camino de servidumbre (1944), advertía que los sistemas políticos tienden a promover a los menos escrupulosos, precisamente porque son quienes están más dispuestos a manipular las reglas en beneficio propio. Ludwig von Mises, en Burocracia (1944), explicó cómo el funcionamiento del Estado clientelista genera castas parasitarias que buscan preservar sus privilegios antes que mejorar la gestión pública. En esa misma línea, Max Weber, en su célebre conferencia La política como vocación (1919), diferenciaba entre una ética de la convicción y una ética de la responsabilidad, remarcando que esta última suele escasear en liderazgos populistas y personalistas, donde las consecuencias reales de las decisiones políticas quedan subordinadas a la popularidad inmediata.

Desde una perspectiva cultural y comunicacional, otros autores han complementado este marco crítico. George Orwell, en Rebelión en la granja (1945), mostró con lúcida ironía cómo los ideales de transformación pueden degenerar en nuevas formas de dominación cuando no existen mecanismos efectivos de control ciudadano. Noam Chomsky, en Los guardianes de la libertad (1988), analizó cómo las élites mediáticas configuran los márgenes del discurso político, moldeando no solo lo que se piensa, sino lo que es legítimo pensar y decir en el espacio público. Por su parte, Bertrand Russell, en Elogio de la ociosidad (1935), advertía que las mejores personas suelen evitar el poder, mientras que los más ambiciosos —y éticamente menos preparados— lo buscan con vehemencia, reproduciendo así una selección negativa en el liderazgo político.

Finalmente, José “Pepe” Mujica, expresidente de Uruguay, resumió con crudeza una intuición ética profunda y compartida: “A los que les gusta mucho la plata hay que correrlos de la política. Son un peligro. El poder no cambia a las personas, solo revela lo que realmente son.” Esta sentencia, más allá de su estilo directo, encierra una verdad estructural: en contextos institucionales frágiles, el poder tiende a atraer a los peores y a expulsar a los mejores.

En tal sentido, e poder en el Perú y en muchas democracias ha sido capturado por redes informales de intereses que reproducen prácticas oligárquicas, entendidas no como el dominio exclusivo de una élite económica tradicional, sino como formas deformadas de corporativismo en las que diversos actores —políticos, empresariales, gremiales o burocráticos— utilizan el aparato estatal para el beneficio personal o grupal. Esta lógica de captura vacía de contenido la función pública y convierte la política en un mecanismo de distribución de privilegios, despojándola de su sentido ético, su vocación transformadora y su vínculo con el bien común.

2. El comportamiento político en el Perú: entre la descomposición y la tragedia

El caso peruano muestra con nitidez una serie de patrones persistentes que explican la degradación de su vida política. Entre los principales factores destacan:

Una herencia autoritaria y caudillista que impide consolidar una cultura democrática.

Y claro, todo este espectáculo político no surge de la nada: es el resultado de una larga y bien cultivada tradición. La herencia autoritaria y caudillista —ese entrañable legado de botas y azotes— ha sido clave en la construcción de nuestra cultura política. En lugar de fomentar una ciudadanía deliberativa, nos dejó una fórmula infalible: desconfiar del diálogo, despreciar el consenso y aplaudir al que grita más fuerte. En el Perú, seguimos valorando al que impone por encima del que propone, al jefe por encima del equipo, al caudillo por encima del proyecto. Así, la democracia no termina de cuajar porque, en el fondo, muchos siguen soñando con un “hombre fuerte” que ponga orden… a su manera, claro.

El colapso del sistema de representación y la descomposición de los partidos.

La fragmentación política, la desaparición de programas coherentes y la creciente desinstitucionalización han convertido a los partidos en vehículos circunstanciales de acceso al poder. Lo que debería ser una estructura para canalizar demandas colectivas se ha degradado en franquicias sin arraigo ni ideología.

Si Vargas Llosa alguna vez nos alertó sobre La civilización del espectáculo, y Gilles Lipovetsky diagnosticó el triunfo de lo efímero y la banalización del sentido, en el Perú nuestros políticos han decidido llevar ambas teorías al extremo… y en versión bananera. Ya no se trata solo de una democracia frívola, sino de una tragicomedia institucional en la que la política se ha transformado en un espectáculo continuo. El debate serio ha sido sustituido por monólogos de TikTok, y el candidato promedio se comporta como una celebridad de temporada. Gobernar ya no exige preparación ni visión, solo entretener con escándalos, frases virales y dramatismo impostado. El rating ha desplazado al proyecto, y la imagen ha sustituido al contenido.

En este contexto, la política ya no necesita ideas, equipos ni partidos: basta con una selfie bien encuadrada, un eslogan eficaz (no más pobres en un país rico) y un poco de indignación prefabricada. Candidatos sin plan y sin pudor desfilan por los medios como si adicionaran para un reality, y no falta quien se disfrace con trajes típicos o ensaye frases en idiomas ancestrales que no entiende, como si la identidad cultural fuera solo utilería electoral. El debate programático ha desaparecido, reemplazado por encuestas exprés y emociones de consumo rápido. El voto, antes acto reflexivo, se ha vuelto un clic emocional. Y así, el Estado termina convertido en escenario, y el presupuesto, en premio para quien actúe mejor el papel de salvador del momento o profetas autonombrados.

Una vez en el poder, gobernar se convierte en un negocio personal: se reparten cuotas, se protege a los amigos y se reacomodan lealtades al mejor postor. Los verdaderos aliados son los expertos en acomodo, siempre listos para reciclarse en cualquier gobierno. La institucionalidad estorba y el largo plazo no interesa. Todo se reduce a una campaña permanente, sin estrategia ni rumbo, mientras la ciudadanía, atrapada entre la apatía y la desilusión, vota con la esperanza cínica de que el próximo que robe, al menos, lo haga con más disimulo.

3. ¿Qué hacer ante las elecciones del 2026?

El Perú enfrentará en 2026 un ciclo electoral complejo, con elecciones generales y subnacionales en un contexto de fuerte desgaste institucional. Aunque el tiempo es limitado para emprender reformas profundas, el proceso electoral puede convertirse en una oportunidad para elevar el debate público, exigir mayor rigurosidad en la oferta política y filtrar propuestas serias frente a discursos vacíos o populistas. Se puede abrir un espacio de deliberación ciudadana, orientado a revalorizar el mérito, transparentar los equipos de gobierno, analizar críticamente los planes programáticos y fortalecer una cultura política más informada, exigente y reflexiva.

Ante el deterioro sostenido de la representación política, una de las tareas más urgentes es revalorizar el mérito y la ética pública como criterios mínimos del juicio ciudadano. La legitimidad democrática no puede seguir sustentándose en la popularidad mediática, el histrionismo o el marketing político. Es imprescindible que el electorado exija trayectorias comprobables, compromiso cívico, solvencia técnica y responsabilidad ética en quienes aspiran a ejercer cargos públicos. Sin estas condiciones básicas, el acto de votar se convierte en una elección emocional o de fe, más que en una decisión racional y fundamentada.

Más allá de las etiquetas ideológicas de derecha, centro o izquierda, lo urgente es trasladar el debate electoral hacia criterios concretos de responsabilidad, viabilidad y coherencia. Elegir un gobierno no es escoger un rostro carismático, sino un equipo técnico y político que asumirá la conducción del Estado. Evaluar su experiencia, trayectoria, principios y antecedentes debe ser una exigencia ciudadana básica. Del mismo modo, los programas de gobierno deben ocupar el centro del debate: es necesario analizar su coherencia interna, su viabilidad financiera e institucional, su sostenibilidad en el tiempo y su capacidad de respuesta frente a los principales desafíos del país. Cuantificar sus propuestas permite filtrar la demagogia y desactivar esa peligrosa costumbre de ofrecerlo todo a todos, sin ningún sustento ni responsabilidad fiscal. Fomentar espacios de deliberación pública, pedagógica y plural —impulsados por universidades, medios independientes, colectivos ciudadanos y gremios profesionales— permitirá contrarrestar la banalización del discurso político y fortalecer una ciudadanía más crítica, activa y vigilante. Una herramienta clave en este esfuerzo es el análisis técnico y multidisciplinario de los planes de gobierno —exigidos por ley, pero frecuentemente ignorados—, que deben transformarse en documentos comprensibles, comparables y útiles para orientar un voto informado, exigente y consciente.

Conviene recordar que las redes digitales pueden ser algo más que vitrinas de memes, rumores y peleas inútiles: bien usadas, son herramientas valiosas para formar ciudadanía, verificar información y promover participación crítica. Pero claro, eso exige más que reenviar cadenas o reaccionar a titulares que nadie leyó. Al final, lo que está en juego no es solo otra elección con los mismos rostros de siempre, sino la posibilidad —lejana, pero no imposible— de recuperar la política como un acto racional, capaz de priorizar lo urgente sin renunciar a lo importante. Es hora de dejar la improvisación cíclica y empezar a construir un país que no siga atrapado en el “aquisito nomás” o, peor aún, en el resignado “que robe, pero que haga”.


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