Del Inti Raymi al Inti Party: cuando el sol alumbra el olvido
Por Vidal Pino Zambrano
¿Y si los hombres de los Andes, por nuestro remoto
origen asiático, compartiéramos también valores culturales con las
civilizaciones de Oriente? No sería descabellado pensar que ciertas virtudes
que rigieron la vida andina —la frugalidad, el trabajo colectivo, el respeto al
tiempo y al orden natural— tengan paralelos profundos con las enseñanzas del
confucianismo y del taoísmo.
En las sociedades influenciadas por Confucio y Lao Tsé,
el trabajo no es castigo, sino perfección moral. El ahorro no es avaricia, sino
previsión. La educación es un deber ético, no un servicio más. Y la armonía con
la naturaleza no se declama en discursos, sino que se practica con disciplina.
No por casualidad, países como China, Corea, Japón, Vietnam o Taiwán —con
raíces culturales profundas y coherentes— han logrado desarrollarse manteniendo
cohesión social, educación masiva y crecimiento económico sostenido. Sin Inti
Raymi, pero con valores tradicionales similares.
¿Nos resulta familiar? Debería. En los Andes también
floreció una civilización solar, organizada en torno al equilibrio, la
previsión y la reciprocidad. El ayni, la minka, la invención de
la chaquitaclla, la collca, la rotación de cultivos y la domesticación
de animales expresaban una visión del mundo en la que el futuro se construía
con sobriedad. El mundo andino tradicional no celebraba el presente como un fin
aislado, sino como parte de un ciclo intergeneracional, donde cada acto presente
se proyectaba al mañana. En este horizonte, el quepay —el futuro— era
concebido como la consecuencia del esfuerzo y la frugalidad del presente. Por
eso, otra festividad significativa como el Corpus Christi —ya mestizada pero
aún reveladora— conserva ecos de esta lógica ancestral: el paseo de las momias
no era solo un rito, sino la expresión de un principio vital andino, donde
quienes vivieron con previsión seguían presentes en la comunidad, como guía y
ejemplo dentro de un ciclo fundado en el trabajo, la austeridad y la
continuidad.
Sin embargo, algo ha cambiado. Mucho. Hoy, el Inti
Raymi, que fue ceremonia sagrada y símbolo del orden cósmico, se ha
transformado en una suerte de eterno after institucional. Junio en Cusco
es una larga resaca programada: pasacalles, influencers, borracheras temáticas,
“activaciones culturales” auspiciadas por la nueva trilogía ceremonial
—cerveza, ron y whisky— y una montaña de selfies que sepultan cualquier atisbo
de sentido ancestral. La chicha, claro, fue exiliada por poco rentable y nada instagramable.
Lo que antes era un reencuentro con el sol, con la
tierra y con la comunidad, hoy es un carnaval del olvido. Una celebración sin
sustancia. El ayni ha sido reemplazado por el carpe diem con
auspicio público. Se goza hoy y se pregunta mañana quién paga la cuenta.
Siempre paga el contribuyente y el esforzado que ve su trabajo interrumpido.
Irónicamente, mientras los Andes celebran su propia
desmemoria, en el otro lado del Pacífico, se fortalecen culturas que sostienen
su desarrollo en valores que alguna vez también fueron nuestros: disciplina,
esfuerzo, respeto intergeneracional, armonía con los ciclos naturales. Ellos
sin solsticio, sin trajes de inca, sin danzas coreografiadas por consultoras de
marketing... pero con superávits e innovación.
Y entonces, ¿cómo llegamos aquí?
La historia reciente del Inti Raymi ayuda a entender.
Hace unos 70 años, un grupo de distinguidos caballeros cusqueños —movidos por
orgullo indigenista y admiración por el pasado incaico— decidió reinstaurar la
ceremonia solar. La intención fue noble, pero cometieron errores
significativos: el primero, celebrar el 24 de junio, cuando el verdadero
solsticio de invierno —clave para los pueblos agrícolas— ocurre el 21. No fue
un simple desliz astronómico, sino una desconexión simbólica con el calendario
cósmico que sustentaba la fiesta original.
Más grave fue lo que vino después. Aquella ceremonia
pensada para reconectar con los valores andinos —trabajo, previsión, comunidad—
se fue transformando, primero en un espectáculo teatral, luego en un festival
folclórico, y finalmente en una plataforma de entretenimiento, desprovista de
toda conexión espiritual, ética o productiva con su origen. Del rito solar
pasamos al spot de EMUFEC (empresa municipal). De la planificación
agrícola a la programación del espectáculo. De la civilización del esfuerzo a
la cultura del consumismo con aires de cultura.
Como diría Marx en otro contexto: “Un fantasma recorre
Europa”. Hoy podríamos decir: un espectro recorre los Andes, el del Inti
Party. El hedonismo desarraigado, el folklore vacío, la política sin raíces
y la identidad sin contenido. Se canta al sol, pero se vive a la sombra.
Y lo más preocupante: esta lógica ha sido promovida y
celebrada por autoridades, opinólogos y medios que confunden identidad con
espectáculo, cultura con cartelera y legado con selfie. Lo simbólico ha sido
reemplazado por lo rentable. Lo ritual, por lo rentable. Lo ancestral, por lo
decorativo.
Por eso —y sin ánimo de aguafiestas— es hora de
preguntarnos si el Inti Raymi puede recuperar su sentido. No como
reconstrucción de una supuesta arqueología cultural, ni como performance
protocolar, sino como oportunidad de cultura asociada a la ética. Tal vez
debamos volver a ver en esa ceremonia solar un espejo de lo que fuimos y una
guía de lo que podríamos ser: previsores, sobrios, solidarios, respetuosos del
tiempo.
Tal vez así, cuando volvamos a gritar “¡Kausachun
Qosqo!”, el sol no alumbre solo los flashes, las fotos y las
videograbaciones. Tal vez ilumine algo más profundo: la conciencia. Porque una
verdadera fiesta no debería ser la glorificación del instante ni una excusa
para el olvido, sino un acto de memoria activa, una pausa sagrada para recordar
que nuestros antepasados no celebraban el presente por el presente, sino como
parte de un ciclo mayor, donde el esfuerzo, el trabajo duro y la previsión eran
la base del porvenir. Tal vez, entonces, el Inti Raymi vuelva a ser lo que fue:
una afirmación del tiempo, no su evasión.
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